Para Sheila y Telmo
Una estación. Un autobús o un tren. Un reloj.
Dos jóvenes se despiden. Se rozan tibiamente, quieren fundirse en un abrazo mas no pueden. Hay gente. No hay tiempo para más.
Sus miradas se encuentran por un instante. Se rompen por dentro sin que nadie lo perciba. Duele la ausencia ya, pesan las horas que los separarán irremediablemente. Sonrisas para los demás. En el estómago se forma un nudo.
Las lágrimas laten en dos corazones secos de alegría. Tristeza. Inmensa tristeza.
¿Por qué el mundo sigue igual? Por qué no se paran los relojes? ¿Es que no sienten el dolor de dos enamorados al soltar sus manos?
Maldito el tiempo. Maldita la distancia. Ellos son los grandes enemigos del amor. Ganas de gritar, de correr tras el trocito de uno que se aleja. El palpitar de unos ojos arrebatados de ternura desliza su candor hacia una mente que para sobrevivir piensa: "Nos hemos visto. Ha merecido la pena. Llevo su recuerdo, estoy impregnado de su risa. Pronto nos volveremos a ver."
Alguien llega. "Vamos de compras". "Lloraré más tarde"
Ella se va, se está yendo, se ha ido, con la mochila cargada de ilusión, una botella de agua, y el pretexto de dormir para no pensar, para no sufrir, porque "la vida me espera en mi ciudad". Mientras duerme, sueña despierta con el próximo encuentro, y llora en silencio, acurrucadita en su asiento, porque la pena la puede y nadie la ve. Solo él lo adivina y en la distancia la abraza con su sonrisa.
No importan ni el tiempo ni la distancia. Ellos saben estar juntos.
Es la cándida adolescencia.
21,15 del miércoles, 4 de enero de 2012.
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