26 de
agosto, a las 18,20
Estoy frente a la tumba de mi hermano, a la derecha la montaña maldita. En vez de llorar te escribo. Hace un sol insultante que araña almas ateridas de amor. Esta es mi familia: Corazones solos, afligidos, palpitantes, buscándose torpemente entre escaramuzas verbales y miradas descompuestas. No hay lugar para la paz. Solo Roberto es su dueño. Y mi alma habita un cuerpo con deseos de vivir, de amar, de compartir, de dar y recibir. Mis amigas han sido mi brújula este agosto maldito, también mi hijo. He sonreído con muecas y reído por fuera, la pena del alma la anestesian los versos de mis poetas de siempre, que atemperan una tristeza inevitable y necesaria.
Mi vitalidad sigue viva, y me alejo de las sombras que acuchillan. Mañana iré a Covadonga, a pasar el día con mis amigas de infancia. Setiembre está ahí y me ayudará a ocupar la mente con rutinas. Te veré, por fin, y sentiré todo lo que sientes, que tu abrazo y tu piel me contarán. Estamos vivos y llenos de amor. Doy gracias a la vida, como la canción que tanto le gusta a tu madre. Ella te ha dado lo más hermoso que posees.
26 de agosto, a las 3,43
Hace un mes dos cuerpos ardientes gozaban juntos a esta hora, y durante las horas siguientes hasta el medio día. Desde entonces, el mío esta huérfano de dulzuras, besos, abrazos, pasión y deseo... No entiende qué le pasa al tuyo, tan distante y ausente. Tus silencios son espadas en labios secos que arden solos, a la deriva, sin rumbo ni dueño.
30 de agosto. Últimas palabras
He burlado a la tristeza con juegos de cartas y falsas risas. Unas veces he llorado escondida y otras explotaban ríos de dolor en mis ojos. Quevedo, Neruda, Bécquer... He buscado en sus versos alivio para la cuchillada del alma, mas nada he hallado que me devuelva la imagen de mí que era ayer.
Mañana se va mi hijo, mis amigas el viernes. Él me abrazaba, ellas me entretenían. Volveré pronto a mi casa, que ya no será la misma, porque yo no soy yo; parte de mis entrañas se han quedado en esa maldita montaña. Una vida sin vivir, un corazón grande pudriéndose en una tumba, no volver a ver sus ojos, a escuchar sus palabras, a creer que saldrá adelante, que algún día yo podré ayudarlo, queriéndolo como la madre que un tiempo fui para él. Mi vida no vale nada sin la suya, arrebatada por una puta muerte anticipada. La alegría de otros me espanta, la música de los jóvenes me enferma. Roberto no está y la montaña sigue ahí, provocadora, impertérrita, no siente el dolor de una familia despedazada. Hay una anciana de 95 años que pasa delante de mi casa. Mi padre dice que su hijo ha ocupado su lugar, mi madre, sonámbula, reza sin poder rezar y lleva flores a su tumba de un rosal que agoniza.
Busco consuelo en la belleza última que contempló desde su alma extraviada, y nada me lo devuelve. Nadie, nadie puede hacer nada para quitarme esta pena del alma.
30 de agosto de 2012